domingo, 29 de mayo de 2011

Mañana.

Abrió los ojos y clavó la mirada en el techo. La clavó hasta que el yeso empezó a desconcharse tiñendo de blanco su pelo negro. Tenia que huir, había llegado el momento.
Arrastrándose por la cama, des de sus hombros, el camisón de raso fue quedando atrás, dejando al desnudo, con cada milímetro que avanzaba aquel cuerpo recién despierto; reptó aquella anatomía horizontal hasta el fin de la isla cama, y sin inmutarse se doblegó siguiendo la silueta del confín de madera y después del suelo de cerezo.
Atravesaba con su olfato mil paisajes diferentes; el de la mota de polvo que se posó rotunda a las dos y seis de la mañana, el de la camisa que él se había dejado olvidada, el de los surcos de tacón de aguja que marcaban como un reloj imparable mil noches y mil madrugadas de historias escritas una y otra vez hasta la saciedad.
Sacando fuerzas, quién sabe de donde, hincaba sus uñas en los tablones para no dejar de avanzar por el piso.
El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, pensó ella.

Nunca nadie volvió a ver aquella chica. Encontraron la puerta abierta y una larguísima piel de serpiente, que un día fue alguien.